Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como hierba, Y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; Mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y ésta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.
1 Pedro 1:22-25 RV60
El amor fraternal no fingido debe ser la meta de todo creyente. El haber sido trasladados de tinieblas a luz -de muerte a vida- nos indica el traslado de una vida individualista a una vida corporativa.
La salvación radica en haber sido salvos de nosotros mismos —depender de nosotros mismos— para depender de nuestro Padre Dios. Ser salvos es haberle puesto fin a una vida de independencia —en donde vivimos para nosotros, haciendo lo que a nosotros nos gusta y conviene— para asumir responsabilidades como miembros de un cuerpo.
Salvación es traslado de mi vida a Su Vida. Por esta razón podemos decir que somos participantes de la naturaleza divina. Ahora no somos mas individuos —personas que se mueven y conducen en independencia— sino que somos miembros de un cuerpo —dependientes de la cabeza y necesitados los unos de los otros—.
En estos versos de Pedro, queda muy en claro que una vez que experimentamos esa salvación, comienza en nosotros un trabajo profundo y exhaustivo de purificación. Nuestra alma necesita ser purificada de vicios y de “equipaje extra” que arrastra de la pasada manera de vivir.
Toda purificación depende de nuestra obediencia a la verdad. Dios no nos purificará a nuestra manera —como nosotros preferimos— sino que él lo realizará a su forma: mediante la palabra de vida.
Podemos recordar aquel episodio en donde Naamán —general del ejercito del rey de Siria— padecía lepra. Toda la valentía y la sabiduría que tenía, estaban bajo la amenaza de la lepra. Su servicio estaba en jaque, casi poniéndole fin a su carrera de militar. Fue entonces que su sirvienta —una cautiva de Israel— le dio el dato que podía cambiar para siempre su vida. Fue así que partió hacia Samaria con sus hombres y riquezas para recompensar al sanador. Este “sanador” era el profeta Eliseo, quien al enterarse que Naamán lo había ido a visitar, decidió no salir al encuentro y comunicarse mediante su criado Giezi. Fue entonces que Eliseo, por medio de Giezi, envía una orden para que el general se zambulla en el río Jordán siete veces y así quedaría limpio. Naamán se resiste, y furioso toma la decisión de irse, ya que la sanidad que tanto esperaba, no venía en la forma que él la deseaba e imaginaba. Sus hombre terminan convenciéndoles, y Naamán no solo termina zambullido en el rio Jordán —siete veces— sino que quedó completamente limpio.
La historia continua, y podemos extraer mayores riquezas de ella. No obstante deseo que retengamos una enseñanza puntual.
La purificación que Dios quiere traer sobre nuestras vidas, jamás será a nuestra forma, ni tampoco se acomodará a nuestros deseos y preferencias. Él solo envía una palabra. Lo que Dios espera de nosotros es que eliminemos las resistencias de nuestras preferencias y aceptemos la palabra que de él viene. Porque no hay purificación y santificación sino por medio de la obediencia a la verdad.
Las resistencia que muchas veces presentamos a la palabra y a la voz de Dios, es lo que nos impide obedecer fielmente a la verdad. Sencillamente porque preferimos seguir el impulso de nuestros gustos y preferencias.
La obediencia a la verdad refina nuestra alma, dejándola lista para expresar fielmente a Dios.
El propósito del alma es expresar a Dios, por esta razón Dios no solo desea salvarla, sino también purificarla y refinarla, para que haya una expresión nítida de la deidad.
Ahora bien, así como les digo que en la obediencia hay purificación, esta purificación es PARA el amor fraternal no fingido.
Los primeros en comprobar la expresión de Dios a través de nuestras vidas, son nuestros hermanos —quienes también son miembros del cuerpo de Cristo—.
No se puede amar entrañablemente a otro, sin previamente haber aceptado la purificación de nuestra alma.
Amarnos unos a otros, es amar profundamente la verdad y rendirnos a ella en absoluta obediencia. Nadie que no se rinda en obediencia a la verdad, podrá amar a otros entrañablemente.
Entrañablemente es: intencionalmente (estar concentrados) —palabra griega “ektenós”—.
No podemos amar por sentimientos. Nuestro amor debe ser intencional: decido amar y en ello concentrarme.
El amor entrañable, es el amor que sirve intencionalmente e incondicionalmente.
Por esta razón se necesita un alma purificada, es decir, un alma gobernada por el propósito eterno, refinada y preparada para el placer de Dios, porque en la vida tendremos muchas razones para no amar. Pero cuando el alma es purificada, las razones para no amar desaparecen, y solo queda una absoluta concentración en el propósito eterno para servir incondicionalmente a los demás.
¿Cómo Dios refina nuestra alma? Todo comienza en la salvación de nuestra alma, que mediante su palabra, comienza el trabajo de salvación y purificación.
“…siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.”
Esto mismo habla el apóstol santiago:
«Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas.»
Santiago 1:21 RV60
Ignorar la palabra de Dios siempre nos conducirá a un amor impuesto, en donde la falta de sentimientos condiciona nuestro servicio en amor.
Amamos fielmente cuando lo que decimos y hacemos es nacido de la palabra de Dios. Todo lo que decimos y lo que hacemos, define el fin de nuestro amor.
Necesitamos recuperar las barandas que nos ajustan al deseo eterno. Esas barandas son sencillamente: hablar lo que Dios habla y hacer lo que Dios hace. Jesús fue claro al decir:
“no hago nado por mi propia cuenta…”
Perder la cuenta propia es amar a mi prójimo, porque no estaré dando un servicio subjetivo —basado en mis sentimientos— sino que estaré sirviendo desde la palabra de Dios.
Cuando lo que hacemos y decimos es nacido de nosotros, el tiempo hará que aquello no perdure y se heche a perder. De allí brotan frases como: “al fin y al cabo tanto esfuerzo para nada”.
Todo lo contrario sucede cuando lo que hacemos, viene como resultado de obedecer lo que Dios nos habló. Hacer lo que es nacido de Su Palabra, es asegurarnos una construcción eterna.
No somos aquellos que hacen cosas por sentimientos y emociones… sino todo lo contrario, somos aquellos que por causa de experimentar el refinamiento constante de nuestra alma, servimos en amor al cuerpo de Cristo, siendo parte de una construcción eterna.
Amamos a los demás, en la medida que nos volvemos responsables con nuestra asignación, sin descuidar el trabajo de refinamiento que Dios hace en nosotros.
Un amor basado y expresado desde la palabra de Dios, será un amor intencional e incondicional.